Narrador omnisciente
El cielo estaba raro esa mañana.
Desde su ventana casi no se notaba, pero al salir a la calle fue consciente de
que estaba como curvado. Bueno, realmente sobraba el como: era un cielo
realmente curvo. Qué cosa más absurda, pensó, ¿tendrá algo que ver
con el whisky que me tomé anoche?
No habría dado ni tres pasos
sobre la nieve que cubría el terreno, absorto en su contemplación de aquella
auténtica bóveda celeste, cuando súbitamente el mundo giró sobre sí
mismo. Fue zarandeado en el aire por una fuerza tan desconocida como brutal y
finalmente, al cesar aquel insólito incidente, cayó bastante maltrecho a
tierra. Perdido mental y corporalmente, apenas pudo percatarse de que había
comenzado a nevar de una manera muy suave. Solo cuando paró de caer la nieve
pudo ver para su espanto que un ojo enorme se alzaba tras aquel cielo curvo. Ah,
el ojo de Dios, pensó reconfortado justo antes de expirar.
Uy, uy, uy, la que he liado. Si
es que los narradores no debemos juguetear cuando tenemos un personaje entre
manos. Y menos con un pisapapeles de cristal.
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