Autolavandería
Las lavanderías cibernéticas, esas
en las que al entrar te recibe cordialmente la más absoluta desolación, suelen
estar situadas en el centro de la ciudad. A ellas solo acuden los extranjeros
de los pisos turísticos. Bueno, los extranjeros, pero también yo cuando debo
deshacerme del edredón ante las inminentes calores.
En esa estancia vacía como el más
allá del cosmos, uno abre la portezuela de la máquina y nota que huele a
calzoncillos de niño alemán, niño harto de este nuestro sol implacable que le tiene la
piel enmagmada. También percibe uno el aroma del sujetador de esa joven
francesa que se siente en la cúspide de la lozanía. No sabe aún que su vida
cambiará drásticamente de aquí a unos meses, cuando esa prenda se le empiece a
quedar pequeña. Asimismo se distingue la esencia, ya asentada en las fibras, de
una pareja italiana con cierta edad que por fin puede volver a viajar sola -los niños han volado del nido-. Ella a veces llora por eso. Pero un olor
indubitable se superpone a los demás. Es el de la camisa de un venerable
anciano noruego. La ilusión de toda su vida era venir a Sevilla, pasear bajo la
siempre atenta mirada del Giraldillo e ir a los toros. Lo han traído los hijos
en un tardío intento de impartir justicia. En la vida, la justicia siempre llega
tarde. Ahora tiene la cabeza perdida, aunque al menos el cuerpo, que es el que
todo lo goza, está aquí. Entiendo que ese olor venza al del niño alemán, a la
muchacha francesa y a la pareja italiana. Es el olor último.
Al sacar mi edredón esta vez, una
gota de ese enorme ojo que tienen las lavadoras resbala hacia el suelo. Se
diría una lágrima.
Precioso Fenando, como siempre
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Esteban ;)
EliminarMuy bueno.
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