Cincuenta segundos


All night the saxophones

wailed the hopeless comment

F. Scott Fitzgerald, The Great Gatsby

 

El semáforo pasó a rojo en un cruce cerca de ninguna parte. Eran las cuatro de una madrugada tórrida cuando se detuvo el autobús. Ahora habría que esperar una eternidad a que ningún vehículo cruzase la intersección. El mundo es absurdo lo mires por donde lo mires. Esperar a que no ocurra nada, a que nadie pase por donde tiene derecho a hacerlo. Sin embargo, cuando te hace falta, los caminos están cerrados. Supongo que eso fue lo que me pasó. Una no debe adentrarse en un camino prohibido, aunque ignore que lo está. Elegir ante una encrucijada es siempre arriesgado y el resultado de la decisión se reviste de la absurdez que confecciona la arbitrariedad. Pero así es la vida, una sucesión de encrucijadas, de variaciones, unas sutiles, otras más abruptas, que finalmente definen nuestro camino. Qué sorprendente es realizar un flash-back, situarse en los albores de nuestra existencia y pensar cómo hemos llegado hasta donde estamos en este momento. Sorprendente y, en la mayoría de las ocasiones, angustioso por la imposibilidad de desandar lo andado, de variar lo fallido.

El autobús era un Blue Bird, pero no como aquel amarillo que perezosamente me llevaba al high school de pequeña. Ese tenía una puerta de acceso que el conductor, Sean, accionaba con una manivela desde su asiento para que los que estábamos despertando a la vida subiéramos o bajáramos de él. El de aquella noche solo compartía con aquel el morro alargado propio de los Blue Birds. Nada más. Era de color blanco por fuera y negro por dentro como las almas que transportaba. No había puerta que pudiera accionar el conductor porque ninguna de las pasajeras subiría a la vida. Todas bajaríamos. El chófer y su acompañante llevaban armas y en el frontal no se podía leer SCHOOL BUS sino RIP; en el lateral se podía leer completo: Rikers Island Penitentiary. RIP..., yo diría que el macabro juego de palabras no fue casual. Aunque quién sabe, últimamente mi vida está llena de casualidades, como la anciana negra que tenía sentada justo en frente. Con la cabeza clavada en el pecho canturreaba hacia el suelo el Strange Fruit de Billie Holiday: Southern trees bear strange fruit. Blood on the leaves and blood at the roots. Palabras premonitorias que muchas veces salieron de mi boca cuando tenía esa canción en el repertorio. A él le encantaba oírmelas, decía que yo también era una extraña fruta del sur. Eso me encandilaba, aunque no sabía exactamente si realmente era un halago o por el contrario una burla hacia esta pobre muchacha negra y sureña desde su pose siempre tan distinguida; aristocrática se diría. Se llamaba Matthew y bajo ningún concepto permitía que le acortaran el nombre. Rubio, flaco y alto, tampoco consentiría que nadie le corrigiera su forma de vestir, bastante anticuada para estos tiempos: pantalones de tweed, zapatos bicolor y chaleco. Sinceramente, sospecho que se llegó a creer el personaje, si es que alguna vez pensó que lo suyo era una pose.

Otra casualidad era que el autobús se llamara Bird, como el apodo de Charlie Parker, culpable sin atenuantes de nuestro encuentro y por tanto de todo lo que vino después. Ya que el mundo es absurdo, qué más da culpar a un muerto de las desdichas propias. Sienta bien descargar las culpas en otro mientras una espera, atada con grilletes en un autobús, a que pase la nada. Pensar en lo que pasó y en lo que no debía haber pasado. Es lo que tienen los cruces, sobre todo cuando las personas los transitan descuidadamente.

En la primera cita fuimos al cine para ver Night on Earth, de Jim Jarmusch, en una de cuyas escenas Roberto Begnini fantaseaba con un encuentro entre Beethoven y Charlie Parker en el hotel Genio de Roma. De una manera desternillante –según le parecía a él-, Begnini imitaba, de forma tan burda como entusiasta, el saxo de Bird. En realidad yo no entendía nada; por aquel entonces no sabía ni quién era Charlie Parker ni qué eran aquellos sonidos que el italiano loco de la pantalla expelía por los labios. Le pedí que me lo explicara y Matthew, apasionado como era para todo, no se limitó a la pequeña aclaración de aquella noche, sino que me introdujo en su mundo -tocaba el saxo en bandas de jazz- y me deslumbró durante meses hasta que finalmente consiguió lo que pretendía desde el principio: me hizo cantar. Como supe tiempo después, eso era lo único que le atraía de mí: la voz. Bueno, de mí, la voz; de Rhona, las caderas; de Giselle, las tetas; de Clair, los labios; de… Su vida era una misma melodía sometida a infinitas variaciones, pero melodía finita a la postre.

Bajo la luz mortecina del interior solo podía distinguir el cabello de la anciana: un impenetrable bosque de anillos de plata. Parecía no haberse peinado las canas desde hacía años. Realmente allí ninguna de nosotras se había cuidado desde hacía mucho tiempo. Nuestro aspecto era fiel reflejo de nuestro interior: desaliñado y hecho trizas. Éramos como la fruta auténtica, tan rara hoy en día, que siempre muestra por fuera su estado interior. Lo demás es un engaño y, llegadas todas las pasajeras a ese punto del camino, la mentira no tenía sentido. En realidad, nada y todo tenía sentido. Nada porque aquella situación nos había sobrepasado a todas las pasajeras del autobús y todo porque sabíamos perfectamente la razón legal, socialmente asumida, de nuestra coyuntura. Con un hilo de voz, a veces entrecortado, aquella mujer continuaba …scent of magnolias, sweet and fresh…

Así precisamente era su olor, incluso tras horas de ensayo con la banda, olía dulce y fresco. Ay, esa pulcritud que lo acompañaba siempre, ya fuera cuando se retorcía alrededor de su saxo o cuando lo hacía sobre mí. Siempre fresco, más incluso que el aerosol de las olas que besa a la gente en el espigón del barrio este. Esa fue mi perdición. Y es que no pasó mucho tiempo hasta que descubrí sus infidelidades, sus variaciones. Tampoco es que él se preocupara mucho en esconderlas pasado el tiempo. A todas las que nombré antes las conocí en persona, ya que con la mayor naturalidad me las presentaba antes de salir con ellas a tomar copas. Todas nosotras sufríamos la misma enfermedad y la misma cura a un tiempo: al escuchar su saxo, lo mismo nos podía doler el corazón hasta desear la muerte, como sentir un bienestar propio de una pipa de opio. Todo dependía de su improvisación, como siempre. Y, como ya he dicho, en la cama era lo mismo, por eso su lista de anhelantes era inagotable. Al final una aprende a vivir con ese tipo de situaciones. Eso fue lo peor para él, que aprendí a afrontar en conciencia cualquier situación extrema. En cualquier caso, seguía viviendo conmigo. Las demás podían tener un tipo espectacular, dinero, posición, pero no tenían mi voz. Por eso, tarde o temprano volvía a mí como el yonki al camello. Quid pro quo.

Pasamos los meses, después los años, como en una nube. Ingresé en la banda cuando él determinó que estaba preparada para cantar en público. Recuerdo que el resto de componentes me miró con desconfianza antes de oírme cantar, pero en cuanto lo hicieron, todos, en especial Rick, no pusieron reparos. Al fin y al cabo sabían que él no se equivocaba nunca en lo que al jazz se refiere. Jamás había errado una elección. Lo de Rick sin embargo era otra historia. Yo no le gustaba por mis aptitudes vocales o, más bien, no solo por ellas. Al principio yo no era consciente de la cara de embobado con la que me miraba, pero cuando alguna que otra vez erró una nota, algo inédito en cualquier miembro de la banda, llegué a pensar que era porque yo estaba presente. En cualquier caso, mis ojos y oídos eran para Matthew en exclusiva. Los tres lo sabíamos.

El semáforo continuaba en rojo como la sangre en las hojas y las raíces de los álamos. A pesar de la diferencia de edad, me miraba en la anciana como en un espejo. Abatida y resignada, ni aunque nos hubiesen quitado los grilletes y permitido huir, lo habríamos hecho. Los grilletes que encadenan el alma no son de acero y los míos concretamente eran unos ojos grises que antes irradiaban pasión y ahora se me aparecen cerrados e inermes. Son los únicos que podrían liberarme, pero ya no es factible. La mujer proseguía …Then the sudden smell of burnin’ flesh…

-Él jamás te querrá como yo.

Rick le había echado valor. Tanto por la reacción que pudiera mostrar Matthew como por la mía propia. Aquello me cogió completamente desprevenida; en realidad se podría decir que no había reparado en él más de lo necesario para los quehaceres propios de la banda. Así se lo expliqué, pero él no se rendía. Me habló de las otras. Como si yo no lo supiera.

-¿Y cómo puedes soportarlo? ¿Cómo eres capaz de amar a un tipo que no te devuelve lo mismo?

-Qué sabrás tú lo que él me da…

-A la vista está, cualquier día te dará la patada y entonces a lo mejor yo ya no estaré dispuesto a recogerte.

Aquellas palabras, de despecho en apariencia, resultaron ser una maldición. Rick abandonó el grupo dedicándome una mueca sórdida que debía interpretarse como una sonrisa. Me heló la sangre. Desde entonces ya no fui la misma. Comenzó a molestarme que Matthew anduviera por ahí con las otras, teníamos bronca por ello cada dos por tres, pero él siempre cedía y juraba que no lo volvería a hacer. Y es que, con el sufrimiento, mi voz se iba haciendo cada vez más áspera, más atormentada. Eso lo volvía loco de pasión: una voz que pasó de ser juvenil y vigorosa, con un tonito agudo levemente inapropiado para el jazz, decía él, a un fluir tranquilo, triste, grave y hondo. Tal era su arrebato que rebajó considerablemente sus salidas con las demás. De hecho, hasta comenzó a tener ciertas muestras de debilidad impropias de él, como esas lágrimas que furtivamente asomaban por sus ojos grises cada vez que mi voz emulaba en el escenario la desgarrada cadencia del saxofón.

Quizás fuera el periodo más intenso de mi vida. No podría decir que era feliz, porque no sería cierto, pero en esta vida existen situaciones en las que una se siente bien obviando la felicidad. Últimamente Matthew no me abandonaba apenas, íbamos juntos a todas partes, sobre todo tras las actuaciones, algo que anteriormente no estaba a mi alcance, sino del de aquellas cuyo atractivo era más visual que sonoro. Así fuimos a innumerables fiestas de gente del jazz en las que ellos terminaban improvisando sin el cerco que supone un escenario. Algo glorioso. Las mujeres, bellos jarrones excepto yo, solo observábamos y disfrutábamos. Bueno, eso fue hasta que a alguien se le ocurrió que yo cantara. A Matthew no le hizo mucha gracia, pero la petición era unánime, así que no solo canté esa noche, sino todas a partir de ese día. Adoraban mi voz, cada vez más bronca.

Hasta que se partió.

Matthew me abandonó de una manera tan drástica como cruel. En el mismo momento en que mis cuerdas vocales dijeron basta, él se fue a casa, cogió mis cosas y las puso en el jardín. ¿Para qué andarse con rodeos, verdad? ¿Para qué aplazar lo inevitable? Una de sus variaciones había desaparecido de su repertorio. Sería rápidamente sustituida por otra; o por miles de ellas. Sin voz yo no existía. Así de sencillo.

Igual de sencillo fue prenderle fuego a la casa mientras él dormía una de sus borracheras. La sencillez de estilo es algo envidiable.

Cincuenta segundos pasamos en el cruce frente al semáforo rojo. Ya en verde se puso en marcha el Blue Bird de nuevo. Nuestras cabezas se balancearon con la aceleración. Dentro de unos días harían lo mismo colgadas de una soga. Como negras y extrañas frutas suspendidas de un árbol.

…Black bodies swingin’ in the Southern breeze

Strange fruit hangin’ From the poplar trees…


Comentarios

  1. Me ha gustado mucho ese paralelismo extraño entre la voz y el amor, con esas sorpresas argumentales. ¡Y todo en un cambio de semáforo absurdo! Enhorabuena

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  2. Me ha encantado, Fernando. El relato me ha recordado las encrucijadas-imágenes de Edward Hopper: a lo que él solo se atreve a insinuar, tú le has dado "voz" y palabras. Felicidades.

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