¿QUIÉN ES?
El sol
relumbra en vano
Luis
de Góngora
—¿Quién
es?
Entre
ambas manos temblorosas, víctimas de esa inseguridad que conlleva la edad y sus
achaques, sujetaba una vieja fotografía en blanco y negro con la sutileza
propia del que tiene una mariposa entre los dedos. El pigmento negro de la
foto, cansado por el paso de tantos años, ya hace tiempo que se dejó corromper
en color sepia. Curiosamente, el blanco no solo no amarilleaba, sino que resultaba
cegador.
—¿Quién
es? —repitió.
La
imagen encuadraba un balcón inmaculadamente encalado que miraba a las montañas
en el lado opuesto del valle. Entre medio se adivinaba un vacío insondable. Es
lo que tienen las fotos, todo lo que está fuera de cuadro pasa a formar parte
del mundo imaginario. Claro que cuando tienes la memoria hecha jirones por los
zarpazos de esa enfermedad, todo a tu alrededor es un mundo imaginario,
no solo aquello que no se ve. Un universo extraño y conocido a un tiempo; ni lo
suficientemente conocido, ni lo suficientemente extraño para sentirte seguro
con algo a lo que aferrarte. Su mente surcaba un maldito mar de inseguridades,
de tinieblas, ese oscuro escenario donde solo se distinguen sombras, contornos
más o menos familiares que no llegan a definirse.
Volvió
a mirar la foto. Aquel era un lugar que no podía identificar, pero que le
resultaba tan familiar como lo que ocurría en él. Hacia el lateral derecho de
la escena, una joven desnuda en pie contemplaba las montañas de espaldas a la
cámara. Su pelo, precipitado en una impetuosa cascada hasta los hombros, pudo
ser negro azabache o bien castaño; la foto en blanquísimo y sepia no lo esclarecía.
Pero lo que más le llamaba la atención era el tono de su piel. Apenas se
distinguía contra el murete de cal sobre el que se apoyaba inclinando su fulgor
hacia el abismo. Blanco más allá del blanco, resplandor de sol entre la nieve, ella
irradiaba la luz que faltaba en su mundo de tinieblas, la que lo aclararía
todo, la que daría sentido y ordenaría sus pensamientos. ¿Cómo alcanzarla?
Ese
destello de un beso en el cuello.
No se
explicaba ni cómo ni por qué ese verso de rima interna tan extraña se había
abierto paso por entre la opacidad de su memoria, pero allí estaba,
revoloteando en su cabeza como cuando una melodía no se te quita del
pensamiento. Sí, esta vez era indudable, el verso existía y el cuello al que
hacía referencia también, por eso sintió su atención arrastrada hacia la joven
de la foto y en particular a su cuello nacarado, apenas visible en un breve
claro que permitía el cabello. Sintió cómo sus labios rozaban fugazmente esa
piel de plata y entonces la luz lo anegó todo: se observó a sí mismo con una
cámara en las manos y un poema naciéndole de la cabeza. Supo que tenía una vida
por delante y no por detrás como hasta hace unos instantes. Era una vida en la
que la luz proyectaba risas tras los llantos, esperanza tras el abatimiento… La
misma luz que cogía de la mano a unos niños que correteaban a su alrededor. Una
luz que lo miraba con la ternura que solo se encuentra en el amor de los humanos.
–¿Quién
es esa luz?
Al
terminar la pregunta, esta vez apartó los ojos de la fotografía y giró la
cabeza hacia su derecha, hacia esa mujer sentada a su lado -siempre-, que lo contemplaba
cariñosamente mientras las lágrimas le discurrían cansadamente por sus mejillas
ajadas, pero imposiblemente blancas. Él sonrió al fin rescatado de las garras
de las tinieblas, inundado de luz.
Emocionadamente bello
ResponderEliminarMuchísimas gracias.
Eliminar¡Cuánta sensibilidad! Enhorabuena, es precioso.
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Carolina
EliminarQué hermoso texto, Fernando! Muchas gracias.
ResponderEliminarNo aparece tu nombre, pero seas quien seas, muchísimas gracias.
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